Filiberto Díaz Pardo, Para el blog forosdelavirgen.org
La realeza de Cristo es dogma fundamental de la Iglesia y a la par
canon supremo de la vida cristiana.
Esta realeza, consustancial con el cristianismo, es objeto de una
fiesta inserta solemnemente en la Sagrada Liturgia por el papa Pío XI a través
de la bula Quas primas del 11 de diciembre de 1925. Era como el broche de oro
que cerraba los actos oficiales de aquel Año Santo.
La idea primordial de la bula
podría formularse de esta guisa. Cristo, aun como hombre, participa de la
realeza de Dios por doble manera: por derecho natural y por derecho adquirido.
Por derecho natural, ante todo, a causa de su personalidad divina; por derecho
adquirido a causa de la redención del género humano por ÉI realizada.
Y así ha sido. El 11 de octubre
de 1954 publicó Pío XII la encíclica Ad Coeli Reginam. Resulta una verdadera
tesis doctoral acerca de la realeza de la Madre de Dios. En ella, luego de
explanar ampliamente las altas razones teológicas que justifican aquella
prerrogativa mariana, instituye una fiesta litúrgica en honor de la realeza de
María para el 31 de mayo. Era también como el broche de oro que cerraba las
memorables jornadas del Año Santo Concepcionista.
El paralelismo entre ambos
documentos pontificios, y aun entre las dos festividades litúrgicas, salta a la
vista.
La realeza de Cristo es consustancial, escribíamos antes, con el
cristianismo; la de María también. La realeza de Cristo ha sido fijada para
siempre en el bronce de las Sagradas Escrituras y de la tradición patrística;
la de María lo mismo.
La realeza de Cristo, lo
insinuábamos al principio, descansa sobre dos hechos fundamentales: la unión
hipostática —así la llaman los teólogos y no acierta uno a desprenderse de esta
nomenclatura— y la redención; la de María, por parecida manera, estriba sobre
el misterio de su Maternidad Divina y el de Corredención.
Ni podría suceder de otra
manera. Los títulos y grandezas de nuestra Señora son todos reflejos, en cuanto
que, arrancando frontalmente del Hijo, reverberan en la Madre, y la realeza no
había de ser excepción. La Virgen, escribe el óptimo doctor mariano San Alfonso
de Ligorio, es Reina por su Hijo, con su Hijo y como su Hijo. Es patente que se
trata de una semejanza, no de una identidad absoluta.
“El fundamento principal —decía Pío XII—, documentado por la Tradición
y la Sagrada Liturgia, en que se apoya la realeza de María es, indudablemente,
su Divina Maternidad. Y así aparecen entrelazadas la realeza del Hijo y la de
la Madre en la Sagrada Escritura y en la tradición viva de la Iglesia. El
evangelio de la Maternidad Divina es el evangelio de su realeza, como lo
reconoce expresamente el Papa; y el mensaje del arcángel es mensaje de un Hijo
Rey y de una Madre Reina.
Entre Jesús y María se da una relación estrechísima e indisoluble —de tal la califican Pío IX y Pío XII—, no sólo de sangre o de orden puramente natural, sino de raigambre y alcance sobrenatural trascendente. Esta vinculación estrechísima e indisoluble, de rango no sólo pasivo, sino activo y operante, la constituye a la Virgen particionera de la realeza de Jesucristo. Que no fue María una mujer que llegó a ser Reina. No. Nació Reina. Su realeza y su existencia se compenetran. Nunca, fuera de Jesús, tuvo el verbo “ser” un alcance tan verdadero y sustantivo. Su realeza, al igual que su Maternidad, no es en Ella un accidente o modalidad cronológica. Más bien fue toda su razón de ser. Predestinóla el cielo, desde los albores de la eternidad, para ser Reina y Madre de Misericordia
Toda realeza como toda
paternidad viene de Dios, Rey inmortal de los siglos. Pero un día quiso Dios
hacerse carne en el seno de una mujer, entre todas las mujeres bendita, para
así asociarla entrañablemente a su gran hazaña redentora. Y este doble hecho
comunica a la Virgen Madre una dignidad, alteza y misión evidentemente reales.
Saliendo al paso de una objeción
que podría hacerse fácilmente al precedente raciocinio, escribe nuestro
Cristóbal Vega que, si la dignidad y el poder consular o presidencial resulta
intransferible, ello se debe a su peculiar naturaleza o modo de ser, por venir
como viene conferido por elección popular. Pero la realeza de Cristo no se
cimenta en el sufragio veleidoso del pueblo, sino en la roca viva de su propia
personalidad.
Y, por consecuencia legítima, la
de su Madre tampoco es una realeza sobrevenida o episódica, sino natural,
contemporánea y consustancial con su maternidad divina y función corredentora.
Con atuendo real, vestida del sol, calzada de la luna y coronada de doce
estrellas viola San Juan en el capítulo 12 del Apocalipsis, asociada a su Hijo
en la lucha y en la victoria sobre la serpiente, según que ya se había
profetizado en el Génesis.
Y esta realeza es cantada por los Santos Padres y la Sagrada Liturgia
en himnos inspiradísimos que repiten en todos los tonos el “Salve, Regina”.
Hable por todos nuestro San
Ildefonso, el capellán de la Virgen, cantor incomparable de la realeza de
María, que, anticipándose a Grignon de Monfort y al español Bartolomé de los
Ríos, agota los apelativos reales de la lengua del Lacio: Señora mía, Dueña
mía, Señora entre las esclavas, Reina entre las hermanas, Dominadora mía y
Emperatriz.
Realeza celebrada en octavas
reales, sonoras como sartal de perlas orientales y perfectas como las premisas
de un silogismo coruscante, por el capellán de la catedral primada don José de
Valdivielso, cuando, dirigiéndose a la Virgen del Sagrario, le dice:
Sois, Virgen Santa,
universal Señora
de cuanto en cielo y tierra a Dios formado;
todo se humilla a Vos, todo os adora
y todo os honra y a vuestro honrado;
que quien os hizo de Dios engendradora,
que es lo que pudo más haberos dado,
lo que es menos os debe de derecho,
que es Reina universal haberos hecho.
de cuanto en cielo y tierra a Dios formado;
todo se humilla a Vos, todo os adora
y todo os honra y a vuestro honrado;
que quien os hizo de Dios engendradora,
que es lo que pudo más haberos dado,
lo que es menos os debe de derecho,
que es Reina universal haberos hecho.
Los dos versos finales se
imponen con la rotundidez lógica de una conclusión silogística.
En el 2º concilio de Nicea, VII
ecuménico, celebrado bajo Adriano en 787, leyóse una carta de Gregorio II
(715-731) a San Germán, el patriarca de Constantinopla, en que el Papa vindica
el culto especial a la “Señora de todos y verdadera Madre de Dios”.
Inocencio III (1198-1216)
compuso y enriqueció con gracias espirituales una preciosa poesía en honor de
la Reina y Emperatriz de los ángeles.
Nicolás IV (1288-1292) edificó
un templo en 1290 a María, Reina de los Ángeles.
Juan XXII (1316-1334)
indulgenció la antífona “Dios te salve, Reina”, que viene a ser como el himno
oficial de la realeza de María.
Los papas Bonifacio IX, Sixto
IV, Paulo V, Gregorio XV, Benedicto XIV, León XIII, San Pío X, Benedicto XV y
Pío XI repiten esta soberanía real de la Madre de Dios.
Y Pío XII, recogiendo la voz
solemne de los siglos cristianos, refrenda con su autoridad magisterial los
títulos y poder reales de la Virgen y consagra la Iglesia al Inmaculado Corazón
de María, Reina del mundo. Y en el radiomensaje para la coronación de la Virgen
de Fátima, al conjuro de aquellas vibraciones marianas de la Cova de Iría,
parece trasladarse al día aquel, eternamente solemne, al día sin ocaso de la
eternidad, cuando la Virgen gloriosa, entrando triunfante en los cielos, es
elevada por los serafines bienaventurados Y los coros de los ángeles hasta el
trono de la Santísima trinidad, que, poniéndole en la frente triple diadema de
gloria, la presentó a la corte celeste coronada Reina del universo… “Y el
empíreo vio que era verdaderamente digna de recibir el honor, la gloria, el
imperio, por estar infinitamente más llena de gracias, por ser más santa, más
bella, más sublime, incomparablemente más que los mayores santos y que los más
excelsos ángeles, solos o todos juntos, por estar misteriosamente emparentada,
en virtud de la Maternidad Divina, con la Santísima Trinidad, con Aquel que es
por esencia Majestad infinita, Rey de Reyes y Señor de Señores, como Hija
primogénita del Padre, Madre ternísima del Verbo, Esposa predilecta del
Espíritu Santo, por ser Madre del Rey Divino, de Aquel a quien el Señor Dios,
desde el seno materno, dio el trono de David y la realeza eterna de la casa de
Jacob, de Aquel que ofreció tener todo el poder en el cielo y en la tierra. El,
el Hijo de Dios, refleja sobre su Madre celeste la gloria, la majestad, el
imperio de su realeza, porque, como Madre y servidora del Rey de los mártires
en la obra inefable de la Redención, le está asociada para siempre con un poder
casi inmenso en la distribución de las gracias que de la Redención derivan…”
Por esto la Iglesia
la confiesa y saluda Señora y Reina de los ángeles y de los hombres.
Reina de todo lo creado en el orden de la naturaleza y de la gracia.
Reina de los reyes y de los vasallos.
Reina de los cielos y de la tierra.
Reina de la Iglesia triunfante y militante.
Reina de la fe y de las misiones.
Reina de la misericordia.
Reina del mundo, y Reina especialmente nuestra, de las tierras y de las gentes hispanas ya desde los días del Pilar bendito. Reina del reino de Cristo, que es reino de “verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz”. Y en este reino y reinado de Cristo, que es la Iglesia santa, es Ella Reina por fueros de maternidad y de mediación universal y, además, por aclamación universal de todos sus hijos.
Reina de todo lo creado en el orden de la naturaleza y de la gracia.
Reina de los reyes y de los vasallos.
Reina de los cielos y de la tierra.
Reina de la Iglesia triunfante y militante.
Reina de la fe y de las misiones.
Reina de la misericordia.
Reina del mundo, y Reina especialmente nuestra, de las tierras y de las gentes hispanas ya desde los días del Pilar bendito. Reina del reino de Cristo, que es reino de “verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz”. Y en este reino y reinado de Cristo, que es la Iglesia santa, es Ella Reina por fueros de maternidad y de mediación universal y, además, por aclamación universal de todos sus hijos.
En este gran día jubilar de la
realeza de María renovemos nuestro vasallaje espiritual a la Señora y con
fervor y piedad entrañables digámosla esa plegaria dulcísima, de solera
hispánica, que aprendimos de niños en el regazo de nuestras madres para ya no
olvidarla jamás:
“Dios te salve, Reina y Madre de misericordia; Dios te
salve”.
Comentarios
Publicar un comentario