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Creo en la Vida Eterna

            Andrés Molina Prieto, para el anal de las Hermanitas de ancianos desamparados, del año de la fe 2012-2013.

            Cuando asistimos a Misa los domingos y festivos profesamos nuestra fe recitando el Credo contenido en el Símbolo de los Apóstoles, el más antiguo, usado ya en el rito Bautismal de la Iglesia de Roma en el siglo V. Dicho símbolo termina con un acto de fe en la resurrección de la carne y la vida eterna.

            En algunas ocasiones hablamos sobre la bienaventuranza del cielo aunque somos tímidos y demasiado pudorosos a la hora de hacerlo. Cuando fallece un ser querido, o persona muy estimada por su buena conducta cristiana, comentamos esperanzados: “Ya está con Dios en su gloria”. Es cierto que el católico tiene en general conciencia de las verdades últimas o Novísimos. Pero también conviene saber que no siempre acertamos a saber en qué consiste la vida eterna que esperamos.


            Toda una retahíla de preguntas curiosas nos asalta con frecuencia sobre la verdadera naturaleza de la bienaventuranza eterna. Ciertamente hay misterios de nuestra fe que no podemos comprender en su totalidad como son los relativos a nuestra resurrección, y a “los cielos nuevos y la tierra nueva”. El Catecismo de la Iglesia Católica nos aclara para nuestra enseñanza. “Comprender cómo tendrá lugar la resurrección sobrepasa la posibilidad de nuestra imaginación y nuestro entendimiento” (205). San Pablo nos avisa “lo que el ojo no vio, lo que el oído no oyó, lo que ningún hombre imaginó, aso preparó Dios a los hombres que le aman” (1 Cor 2, 9).

            En este breve artículo deseamos exponer muy sumariamente, los datos esenciales que nos ofrecen las Fuentes Reveladas sobre la dicha eterna que esperamos. De todo ello se ocupa la escatología o rama de la Teología cuyo objeto es el estudio de las Últimas Realidades, las novísimas y definitivas. Al Obispo San Julián de Toledo se debe el primer tratado sobre los Novísimos o postrimerías, aparecido en el 688.


1.      Felicidad esencial del cielo.
La vida eterna corresponde con plenitud al deseo natural de felicidad que Dios ha inscrito en el corazón de cada persona. San Agustín lo expresó muy bien: “Nos has creado, Señor, para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti”. Este anhelo es, por tanto, de origen divino, ya que Dios nos ha creado por amor para que seamos eternamente felices con Él y solamente Él puede saciar, por completo, ese ineluctable deseo de felicidad.

Para entender de alguna manera la vida eterna, que esperamos alcanzar, conviene abordar los dos puntos siguientes: doctrina dogmática sobre la vida eterna y textos más relevantes del Nuevo Testamento.

A)    Doctrina dogmática sobre la vida eterna.
El fin último del hombre es la Gloria de Dios y la felicidad perdurable de la visión beatífica del cielo. Es doctrina definida por el Papa Benedicto XII, en el año 1336, que los justos, que en el instante de la muerte, se hallen libres de toda culpa y pena de pecado, entran en el cielo para contemplar inmediatamente a Dios, viéndole cara a cara, ya que se les manifiesta inmediata y abiertamente de manera clara y sin velos. En virtud de esta visión intuitiva y gozo consecuente son verdaderamente dichosos, ya que poseen plena y perdurablemente la vida eterna.

Casi en los mismos términos se expresa el Concilio Vaticano II al exponer su doctrina sobre la índole escatológica de la Iglesia: “Gozan ya de la gloria contemplando claramente a Dios mismo, Uno y Trino tal como es” (LG, 49). Las enseñanzas del magisterio se centran en la visión inmediata de Dios como dato esencial recogido de las fuentes neotestamentarias. En efecto, la vida eterna consiste en dicha visión. Sin duda, los actos que integran la felicidad celestial son de entendimiento (visión), voluntad (amor) y de gozo. Benedicto XII en su constitución dogmática declaró dos propiedades de la felicidad de los bienaventurados que están en el cielo: su eternidad y su desigualdad.

La visión beatífica y el gozo inseparable subsistirán sin interrupción por toda la eternidad aunque el grado de felicidad celestial sea distinto en cada uno, según la diversidad de sus méritos. Los textos evangélicos nos lo atestiguan. Jesús dijo: “El Hijo del Hombre dará a cada uno según sus obras”. San Pedro concreta: “Cada uno recibirá su recompensa conforme a su trabajo”. El Concilio de Trento enseña que el justo merece por sus buenas obras aumento de gloria celestial.

B)    Textos más relevantes del Nuevo Testamento.
La Iglesia –como es evidente- basa sus enseñanzas dogmáticas en las Fuentes Reveladas, es decir, en la Biblia y en la tradición. Lee constantemente la Palabra de Dios, la medita y la asimila, proponiéndonos la doctrina auténtica, “para que todo el mundo escuche y crea, creyendo espere, y esperando ame” según la frase lapidaria de San Agustín. En Cristo culmina toda la revelación y para que el creyente la pueda comprender cada vez mejor y con mayor profundidad, el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones.
Los textos principales que maneja la Iglesia docente en su doctrina a propósito de vida eterna son los siguientes: Ver a Dios tal cual es 1 Jn 3,2; verle cara a cara 1Cor 13,2; estar con Cristo Flp 1, 23; “y el mismo Dios estará con ellos (los justos) como Dios suyo, y enjugará toda lágrima de sus ojos y la muerte no existirá más; y verán su rostro y no habrá allí noche (…) porque el Señor Dios irradiará luz sobre ellos y reinarán por los siglos de los siglos” Apoc 21, 3-4. “Nosotros luchamos para alcanzar una corona incorruptible e inmarcesible de gloria” 1 Cor 9,25. “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” Mt 5,8.

Sin duda pueden añadirse a los textos citados otros muchos pasajes del Nuevo Testamento referentes a la vida eterna, pero destacan especialmente los ya mencionados. Y entre ellos sería suficiente aducir la doctrina de San Juan Evangelista y de San Pablo. El primero nos dice con admirable transparencia: “Esta es la vida eterna: Que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo” Jn 17, 13. Dicho conocimiento que engendra amor es la fe que obra por la caridad. Pero san Juan es más explícito cuando escribe: “Carísimos ahora somos hijos de Dios aunque no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando aparezca, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” Jn 3, 1-3.
Se nos habla de la filiación divina que tendrá plena expansión en el cielo cuando nos sea dado ver a Dios en misma intimidad y propia esencia. En virtud de nuestra filiación adoptiva, el Señor nos hará comprender su realidad infinita, alcanzada la visión inmediata o intuitiva de su Ser Trino.

San Pablo con palabras de belleza insuperable que constituyen el más hermoso himno a la caridad teologal, se expresa así: “Al presente, nuestro conocimiento es imperfecto (…) Ahora vemos por un espejo, de modo confuso, entonces veremos cara a cara, es decir, con visión facial. Ahora conozco de una manera imperfecta. Entonces conoceré de la misma manera que Dios me conoce a mí” 1 Cor 13, 9-12.

Se trata de un conocimiento semejante al que Dios tiene ahora de mí, ya que el texto paulino subraya, de forma intensa, la perfección de nuestro conocimiento intuitivo de Dios sin mediaciones ni reflejos interpuestos. Dios nos conoce por dentro y por fuera, y todo lo nuestro está presente a su divina mirada. Así será nuestro conocimiento sobre Él cuando estemos glorificados.

2.      Gloria accidental de los bienaventurados.
Jesús revela el estado de perfecta felicidad que gozan los elegidos en el cielo y utiliza diversas imágenes como la de “banquete de bodas” y otras, para simbolizarlo. San Pablo insiste en el carácter misterioso de la bienaventuranza que los justos reciben como recompensa. La “vida eterna” no tiene proporción con los padecimientos de este mundo (Rom 8,18). Los teólogos hablan de carácter absolutamente sobrenatural de la visión directa e inmediata de Dios, que exige una especial iluminación del entendimiento, denominada “luz de gloria”. Se trata de un don habitual del entendimiento que le capacita para la visión de Dios.

En cuanto a la felicidad accidental, o no esencial, de los bienaventurados, está justificada porque procede del natural conocimiento y amor de los bienes creados. Vivir en el cielo es estar con Cristo porque donde Él está se halla la Vida y el Reino de Dios (San Ambrosio).

En el cielo se da también una felicidad accidental. Así, la unión del alma con el cuerpo, resucitado y glorioso, significará para los elegidos un aumento de gozo. El Catecismo católico habla de la felicidad esencial que lleva consigo la vida eterna: “Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con la Virgen María, los ángeles y todos los santos se llama el cielo, estado supremo y definitivo de dicha” (Catecismo Católico 1042-1050). Muchos Padres y Doctores eximios han escrito conjuntamente de la felicidad esencial y la accidental sin hacer separación entre ambos aspectos. Con la doctrina de la gloria “accidental” guarda conexión el tema de la “Esperanza de los cielos nuevos y tierra nueva” (Catecismo Católico). La Iglesia nos enseña con absoluta claridad : “Al final de los tiempos, el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del juicio final los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma y el mismo universo se verá renovado”. Y se nos da la razón de ello: “La Iglesia sólo alcanzará su perfección en la Gloria del cielo (…), cuando llegue el tiempo de la restauración universal y cuando con la humanidad, también el universo entero que está íntimamente unido al hombre y que consigue su meta a través de él, quede perfectamente renovado en Cristo. (Lumen Gentium, 48).

Refiriéndonos a nuestra propia resurrección sabemos por la fe que Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible, uniéndolos a nuestras almas por la virtud de la resurrección de Jesús. Nuestro cuerpo resucitado y glorificado gozará de dotes singulares que han sido denominados impasibilidad, claridad, agilidad y sutileza. Estas propiedades del cuerpo resucitado se fundamentan en la doctrina de San Pablo. Sin descender a su concreta explicación sea suficiente retener esta verdad principal: Los cuerpos de los justos serán transformados y glorificados según el modelo del cuerpo resucitado de Cristo, nuestro Divino Salvador.




Resucitado de Raúl Berzosa y Perfil amantillado de María Santísima de la Encarnación y Esperanza, por Juanjo Fernández).

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